Marruecos (Morocco, Josef von Sternberg, 1930)
Adentrarse en la obra cinematográfica de Josef von Sternberg significa
emprender un viaje con destino a un universo mítico, denso, artificial,
intemporal, donde habita el ensueño, la mentira que descubre la verdad
de los sentimientos, la reencarnación del cine en estado puro. “Marruecos” constituye, en este sentido, un excelente paradigma de su arte.
Amy
Jolly, una cantante de cabaret, embarca rumbo a Mogador para probar
suerte. Allí se encuentran las tropas de la Legión Extranjera, de la que
forma parte el soldado Tom Brown, un mujeriego que pone los ojos en
ella… como también los pone el acaudalado monsieur La Bessiere.
El
insólito triángulo sentimental que plantea Sternberg en “Marruecos” es
más complejo y audaz de lo que a simple vista pueda suponerse. Tenemos a
un apuesto legionario muy valiente tanto en el terreno militar como en
el de las conquistas a mujeres solteras y casadas, pero que muestra una
sorprendente cobardía en cuanto se enamora de alguien como Amy Jolly, de
la que no hace más que huir, quizás porque hasta entonces no se ha
enfrentado en el combativo terreno del amor a una oponente tan intensa,
con una extraña sensualidad que se manifiesta en poses desafiantes y
miradas fulminantes como balas, plantándole cara de igual a igual,
empequeñeciéndolo. como si quisiera devorarlo en todos los sentidos
imaginables. Tom no es capaz de despedirse personalmente de ella una
primera vez cuando, obligado a desplazarse a una peligrosa misión debido
a un affaire con la mujer de un oficial, descarta la idea de
desertar y marcharse juntos, optando por dejarle una simple nota en un
espejo. Y cuando en una segunda ocasión, en vísperas de su boda con el
ricachón, ella acude a buscarlo creyendo que está herido, lo encuentra
en un local de mala muerte en cuya mesa ha grabado con una navaja el
nombre de Jolly, pero durante la breve conversación es incapaz de darle
la cara, se esconde tras su gorra y le anuncia que parte a otro lugar a
la mañana siguiente.
La cobardía que invade a Tom en relación al
amor que siente por la chica es inversamente proporcional a la valentía y
grandeza moral que demuestra por ella La Bessiere. Sternberg dinamita
tópicos en su “Marruecos” y, en lugar de presentar a un rico prepotente,
acostumbrado siempre a ganar, capaz de encandilar a cualquier
casamentera con el poder que le da el dinero o de aplastar a cuantos
rivales se crucen en su camino, convierte a este ciudadano del mundo
solterón, maduro, pequeñito y elegante en un buenazo dispuesto a sentar
la cabeza enamorándose perdidamente de Jolly, por quien está dispuesto a
todo, desde tomar la decisión de casarse a sabiendas de que su corazón
no está con él sino con el legionario -en definitiva, es una mujer de
trincheras y no de riquezas- hasta renunciar a su amor, sin importarle
quedar en evidencia delante de sus amistades y disculparla cuando,
durante su cena de compromiso, sale corriendo en busca de Tom al
percatarse del regreso de las tropas a la ciudad o esperar hasta el
último momento la elección final de Jolly entre uno u otro. En este
sentido, resulta impresionante la interpretación de Adolphe Menjou,
capaz de expresar con su actitud y su silencio la resignación,
comprensión e, incluso, ternura que le inspira tan dramático momento. Al
fin y al cabo, sabe y acepta que la felicidad de su amada nunca ha
dependido de él, que ha demostrado sopotar estoicamente los vaivenes del
abrupto terreno de juego de los sentimientos, sabiéndose un segundo
plato por descarte, sino de alguien que, como Tom, ha sido un constante
desertor por miedo a un amor verdadero.
Y es precisamente el desenlace de “Marruecos”, sin diálogo alguno,
consagrado a la más estricta, brillante y expresiva resolución visual y
sonora, uno de los más sublimes y emotivos del Séptimo Arte, donde bajo
un pórtico que la sitúa en medio de los dos hombres, la heroina opta por
el riesgo y la incertidumbre al unir su destino al del legionario sin
que él se percate de ello, adentrándose en la cegadora blancura del
desierto y dejando tras de sí la oportunidad de una vida estática,
acomodada, segura y lujosa pero aburrida, vacía e incompatible consigo
misma. La cámara sigue entonces a sus piernas, ella se desprende de sus
tacones abandonándolos en la arena para andar mejor y se entremezcla con
la retaguardia femenina que acompaña a los soldados mientras el sonido
del viento se amplifica y hace casi inaudible la marcha militar conforme
se aleja la tropa.
Las imágenes de esta película, como ocurre
con el resto de la filmografía de su director, sumergen al público en un
estado de completa irrealidad, de ensoñación absoluta: son puro
artificio. Las estrechas callejuelas de Mogador, el barco donde se
conocen la protagonista y La Bessiere, el fondo nocturno pintado donde
desde una ventana se atisba un minarete, la ruta a escala de cartón
piedra que recorre la cámara para indicar el desplazamiento de los
legionarios, el atuendo de los lugareños, el español imposible y
acelerado de las gitanas escapan a cualquier intento de realismo:
representan, sugieren, evidencian su falsedad a conciencia. El
proverbial barroquismo de Sternberg hace el resto: llena el plano con
constantes juegos de luces y sombras que se proyectan sobre paredes y
personajes (maravilloso hasta la abstracción el efecto de los rayos del
sol que se cuelan por los huecos de las cubiertas de los callejones
mientras desfilan por ellos las tropas); interpone toda clase de objetos
(luces, plantas, cables colgantes, cortinas de bambú, muebles,
columnas…) entre el espectador y la acción; cuida hasta el extremo las
escenas donde hay una multitud, como en el cabaret, donde actores y
figurantes se encuentran en el lugar y posición exactos, como formando
una curiosa coreografía, como si nos encontrásemos ante un cuadro
viviente; y hace uso del travelling lateral casi desbocado en dos de los
momentos más inolvidables de la película: el de los besos de despedida
de las chicas a sus soldados antes de partir y, especialmente, el de una
Jolly desencajada buscando infructuosamente a Tom cuando al cabo del
tiempo, en plena noche, regresan.
Y, por supuesto, queda Marlene,
otra pieza más del artificio: de su prodigiosa frialdad emana la más
extraña, cálida y salvaje carnalidad. Su figura parece proceder del Arte
Clásico, pero se revela como la más ferozmente moderna y contemporánea
efigie realzada por sus peinados, su rostro oculto por un velo, sus boas
de plumas o los destellos de sus lentejuelas y abalorios. Criatura
ambigua y distante. Única. Mujer. Arte. Mito. Marlene… Sternberg.
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